Danby MJ50 User Manual Page 58

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variaciones como de una prueba de que los autores de los Evangelios no son
fidedignos; aun afirman que mienten, y que por lo tanto no son inspirados. Un
examen cuidadoso, demuestra lo contrario. Los que escribieron los Evangelios,
lo mismo que otros seguidores de Cristo, se consideraban a sí mismos como
testigos de los sucesos de la vida de nuestro Señor. Hacían depender todo de
la veracidad de su testimonio.
Ahora bien, si en un tribunal moderno los testigos coinciden en todo
exactamente acerca de un hecho, la conclusión no es que son veraces sino que
son perjuros. ¿Por qué? Porque la experiencia enseña que no hay dos personas
que vean un suceso exactamente de la misma manera. Un detalle impresiona a un
testigo; otro detalle impresiona a otro. Además, pueden haber oído exactamente
las mismas palabras en cuanto al mismo hecho, pero cada uno relata las palabras
de una manera algo diferente. Hasta un testigo puede referir ciertas partes de
una conversación que otro testigo no refiere. Pero mientras no haya una clara
contradicción en el pensamiento o en el significado de las diversas
declaraciones, puede considerarse que los testigos han dicho la verdad.
Ciertamente, declaraciones que a primera vista parecen contradictorias con
frecuencia resultan no serlo, sino que más bien son complementarias. Ver com.
Mat. 27:37; Mar. 5:2; 10:46.
Se ha observado con justicia que tan sólo un hombre honrado puede darse el lujo
de tener mala memoria. Los que dependen de un relato falso para engañar al
público, tienen que repasarlo a menudo para que no pierda su verosimilitud. El
hombre veraz quizá no repita su relato cada vez exactamente con las mismas
palabras -es casi seguro que no lo hará-, pero hay una consistencia interna y
una armonía en el relato que resultan evidentes para todos. Más todavía, un
relato tal tiene vida y reluce delante de nuestros ojos porque su narrador
revive el espíritu y el sentimiento de los hechos. Pero cuando un individuo
cuenta y repite un relato con la exactitud de un fonógrafo, lo más que podemos
decir de él, usando de mucha caridad, es que se ha convertido en un tedioso
esclavo de la mera forma de las palabras y que no presenta un cuadro vívido de
lo que aconteció realmente o de lo que se dijo en realidad. Y si no somos
bondadosos, aun podremos sospechar de su veracidad, o estar seguros de que ha
llegado a la senilidad.
La experiencia acumulada, y especialmente la experiencia de los tribunales a
través de largos años, lleva a la conclusión de que un testimonio veraz no
necesita ser -en realidad, no debiera ser- idéntico, como una copia con papel
carbón o una fotocopia, con el testimonio de los diferentes testigos de un
hecho, lo que incluye su testimonio no sólo de lo visto, sino también de lo que
se ha oído en determinado momento.
Por lo tanto, queda descalificada la acusación de que los autores de los
Evangelios no son fidedignos porque difieren sus relatos. Por el contrario,
esos escritores proporcionan una clarísima prueba de que no se confabularon, de
que cada uno informó por su lado lo que más impresionó su mente iluminada por
el cielo acerca de la vida de Cristo. Escribieron sus relatos más o menos
diferentes en momentos diferentes y en lugares diferentes. Sin embargo, no hay
dificultad en descubrir armonía y unidad en lo que escribieron acerca de hechos
y sucesos, lo que incluye 299 las palabras de nuestro Señor y, por ejemplo, la
inscripción en la cruz (ver com. cap. 27:37).
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